No se necesita demasiado sentido común ni mucho menos buen sentido para estar en desacuerdo con el proyecto de ley, originado por moción de un diputado de
En efecto, el proyecto busca acumular los procesos referidos a un mismo imputado, suprimir la etapa del plenario (el juicio propiamente tal), eliminar el recurso de apelación y establecer un máximo de 10 años de penas privativas de libertad para aquellas personas que acumulen condenas superiores a dicha cantidad de tiempo, incluyendo las penas anteriormente impuestas. Cuestión que el máximo tribunal calificó como una clara alteración y vulneración de las reglas procesales que rigen el sistema, las normas constitucionales que garantizan el debido proceso y las reglas de aplicación de penas. Esto último por cuanto la iniciativa “establece una pena máxima sin señalar el delito ni considerar el grado de participación, las circunstancias atenuantes o agravantes y el número de ilícitos”.
Pero este proyecto además, huelga recordarlo, vulnera importantes normas de derechos humanos contenidas en compromisos internacionales asumidos por Chile y que se refieren al debido proceso, como el derecho que toda persona tiene de ser oída en un juicio público o el de interponer recursos. Normas que son de rango constitucional y que por aplicación del artículo 27 de
Sin embargo, una eventual desestimación de esta iniciativa legal no zanja por ningún motivo el debate sobre la posibilidad de calibrar el camino judicial por el que se ha optado en los últimos diez años con algún acuerdo político, si lo que realmente se busca es una mayor celeridad para esclarecer la verdad y sancionar a los responsables en los numerosos casos de violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar, especialmente los de desapariciones forzadas, que todavía siguen pendientes.
Si se considera que solamente por asesinato y desaparición forzada hay alrededor de 4 mil víctimas, frente a una cantidad aproximada de 120 procesos abiertos en todo el país y apenas 26 condenas confirmadas por
Es evidente que cualquier acuerdo de esta naturaleza va a generar pérdidas irreparables tanto para familiares de víctimas como para ex-colaboradores de la dictadura que fueron partícipes. Pero no es menos cierto que el camino exclusivo de la sanción carcelaria constituye un fatal desincentivo para que estos mismos ex-colaboradores entreguen información que le pueda servir a la gran mayoría de los familiares de víctimas que ni siquiera han logrado acceder a la verdad, cuestión que genera un claro efecto discriminatorio para éstas.
Además, en democracia –a diferencia de lo que ocurre en dictadura y en las tiranías populistas- las decisiones colectivas no sólo descansan en el voto, sino también en el razonamiento público: el debate abierto y contradictorio entre las distintas visiones sociales y políticas que diariamente deben intentar ponerse las unas en el lugar de las otras para convivir civilizadamente. Y en tal sentido, lo importante es que las pérdidas que esta deliberación conlleve no vulneren las normas y principios fundamentales para una convivencia civilizada, consagradas tanto en nuestro ordenamiento jurídico nacional como en los compromisos internacionales que hemos asumido en el propio ejercicio de nuestra soberanía.
Un posible acuerdo que se me ocurre a este respecto, consiste en crear una ley especial de mecanismos alternativos a la penas privativas de libertad para todo condenado en estas materias que durante el curso del proceso o el cumplimiento de su condena haya proporcionado información, siempre que ésta constituya cooperación eficaz para esclarecer cada hecho en donde haya participado él y otros sujetos que no hayan sido todavía procesados o condenados. De modo que si el juez instructor comprueba la efectividad de las informaciones suministradas, el afectado pueda acceder al beneficio de remisión condicional por un año o libertad vigilada por todo el tiempo de la condena, según sea la pena impuesta, una vez que se dicte sentencia firme y ejecutoriada en su contra; y si ya está cumpliendo condena efectiva, pueda postular al beneficio de la libertad condicional una vez que haya cumplido un tercio de la misma, si es autor, y un quinto, si es cómplice o encubridor.
Es cierto que una propuesta de este tipo sacrifica la modalidad carcelaria del castigo o un ámbito importante del mismo, lo que pone en duda su legitimidad tanto moral como jurídica, y seguramente las agrupaciones de familiares de víctimas, ciertos abogados litigantes y las organizaciones de activistas de derechos humanos la calificarán como una irrisión para sus aspiraciones de “verdad y justicia”. Pero no es menos cierto que en una sociedad democrática, que presupone una convivencia pluralista, las pretensiones de cada parte no pueden sustentarse en el hermetismo del “todo o nada” ni en la superchería del “justo equilibrio”, sino en un “cuánto por cuánto” entre los distintos valores por los que libremente optamos: cuánta libertad por cuánta igualdad, cuánta verdad por cuánta compasión, cuánta justicia por cuánta benevolencia, cuánta verdad por cuánta justicia.
A esta última pregunta –cuánta verdad por cuánta justicia- intenta responder el acuerdo que propongo, cuyo propósito no es únicamente acelerar procesos, sino también incentivar la entrega voluntaria de información por parte de los involucrados y evitar que se siga reproduciendo la inconveniente disparidad de criterios jurisprudenciales que han adoptado los tribunales superiores en este último tiempo, asumiendo un rol de mediadores políticos que no les corresponde a ellos sino al congreso y a la presidenta. Disparidad que -no resulta ocioso recordarlo- está poniendo en jaque la seguridad jurídica en casos tan graves como son los crímenes de lesa humanidad.
Y es muy probable que mi propuesta -al igual que la moción acertadamente rebatida por el máximo tribunal- sea rechazada e incluso abucheada por los vengadores de los llamados “derechos del pueblo”. Pero es el precio que en democracia un ciudadano paga por ejercer legítimamente su libertad de expresión. George Orwell lo dijo: “Si algo quiere decir la libertad es el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír”. Una opción que de todos modos prefiero al interés arbitrario encubierto por la hipocresía de lo “políticamente correcto”.
*Eduardo Saavedra Díaz es abogado