18 de abril de 2008

Las playas son un derecho ciudadano

Por Romy Schmidt*


El Ministerio de Bienes Nacionales ha impulsado por segundo año consecutivo una campaña informativa sobre derechos y deberes ciudadanos respecto de nuestras playas. El balance que hacemos nos obliga a una reflexión.
Estas campañas dejan absolutamente clara una realidad no siempre feliz en cuanto al libre acceso que las riberas, ya sea de ríos, mar o lagos, deben tener para todos los ciudadanos. Esto no es nuevo y el uso y la costumbre han avalado ciertas prácticas inaceptables, pero el fenómeno se ha agudizado debido al crecimiento económico y al desarrollo de la industria del turismo. Es fácil constatar que, por ejemplo, en torno a algunos lagos del sur del país, el surgimiento de resorts, casas de particulares como segunda vivienda y condominios, cuyos perímetros son cercados, impiden que cualquier persona pueda llegar hasta las playas sin pagar. Esto contrasta con la sociedad que queremos consolidar: más democrática e incluyente. ¿Cómo se explica esta contradicción?
El principio de acceso a las playas está avalado por el artículo N° 13 del Decreto Ley 1939, de 1977, que refuerza el carácter de bien nacional de uso público de las playas de mar, de ríos y lagos, navegables por naves de más de 100 toneladas. Dicho artículo reconoce también el derecho de acceso gratuito a estos bienes para fines turísticos o de pesca, al tiempo que establece una obligación para los propietarios colindantes de facilitar el acceso gratuito cuando no existan otras vías o caminos públicos. No obstante, esa “obligación” no es imperativa y su no cumplimiento no tiene sanción en la ley.
Si bien el Ministerio de Bienes Nacionales, a través de una resolución, previa audiencia de las partes con el Intendente(a), puede fijar una ruta de acceso por un predio particular, posteriormente, el afectado puede recurrir de dicha resolución ante los Tribunales, lo que puede demorar años y con resultados muy inciertos. Un ciudadano común y corriente que se sienta afectado, generalmente desiste de cualquier acción antes de iniciarla siquiera. En los pocos casos que hay fallo de última instancia, se ha favorecido al propietario.
Según el balance de la última campaña (2007-2008), se recibieron 14 denuncias nuevas, de las cuales 5 no procedían, en tanto que de las 9 restantes, sólo un caso pudo ser resuelto con el avenimiento del particular (Playa Victoria, en Los Muermos, región de Los Lagos), quedando 8 pendientes. En el periodo anterior (2006-2007) se recibieron 20 denuncias, de las cuales 9 eran improcedentes y de las 11 restantes, 5 se resolvieron por distintas vías, quedando 6 pendientes a la fecha.
Es decir, sumando ambos periodos, de 20 denuncias efectivas, hay 6 casos resueltos y 14 sin resolver, lo cual demuestra una tendencia negativa respecto de la efectividad del procedimiento actual.
Aunque tras esta labor informativa queda claro el interés de la población por conocer sus derechos y hacerlos valer, se impone la necesidad de crear conciencia meridiana de que el desarrollo va de la mano con la democracia y de abrirse a modificar la normativa vigente, por lo que desde Bienes Nacionales realizaremos los estudios y coordinaciones necesarias para elaborar una propuesta que le dé mayor imperio legal a este derecho ciudadano. Todo buen proyecto turístico y oportunidad de negocio, y el derecho a propiedad privada, necesariamente, deben compatibilizarse con el derecho que todos los ciudadanos tienen de gozar del territorio privilegiado que en abundancia tenemos en el país.

*Romy Schmidt es ministra de Bienes Nacionales

El Congreso de la Comedia

*Por Manuel Guerrero Antequera

Hace años, el filósofo rumano Emile Cioran escribió, con su característica lucidez, la siguiente sentencia: “Paradoja trágica de la libertad: los mediocres, que son los únicos que hacen posible su ejercicio, no saben garantizar su duración”. Cuánta verdad indican estas palabras, sobre todo cuando somos testigos ingratamente privilegiados del grado de alienación al que son capaces de llegar nuestros honorables parlamentarios. Para mayor desgracia, todos democráticamente electos por nuestro pueblo que asiste con disciplina cívica ejemplar, en cuanta elección existe, a depositar su voto. Porque si al menos fueran designados, vitalicios, impuestos, de modo que el verlos actuar resultara menos doloroso, no atribuible a responsabilidades propias. No, están ahí porque el pueblo así lo ha escogido. Las instituciones funcionan.

Y como no pensar en Cioran luego del fútil baile de máscaras que nos ofrecieron los Honorables durante la sesión, transmitida en vivo, en que la Ministra de Educación, Yasna Provoste, fue removida de su cargo por el Senado, a través de la pomposa orquestación de una acusación constitucional en su contra, por notable abandono de deberes presentada por la Cámara de Diputados, a propósito de desórdenes administrativos detectados en la cartera de educación, que es una forma elegante de tipificar actos de corrupción.

Para aprobar la acusación los senadores en sus intervenciones exponían sus argumentos con tan exagerada solemnidad que harían palidecer al propio foro romano. Como envuelto en una toga de eternidad, el senador Fernando Flores remarcó: “estamos haciendo historia”, y dejó caer la espada de Damocles de su voto sobre la cervical de la Ministra, apoyando, una vez más, una operación de derecha. Sí, Flores, el mismo senador que fuese elegido con votos de la Concertación. Por esta conducta otro Honorable le espetó en la cara ante los micrófonos excitados de las radios que cubrían el evento: “¡Traidor!”. Los medios, le consultaron al agredido su opinión por el epíteto recibido. Con la tranquilidad y parsimonia de una ballena en alta mar, el senador Flores respondió que él había dado la pelea junto a Allende, que por ello estuvo tres años preso en dictadura, en consecuencia goza de suficiente libertad de conciencia para votar por lo que fuera sin ser considerado traidor.

En la Grecia clásica a los guerreros que cumplían su misión con excelencia y valentía se los consideraba poseedores de la areté. Solo los mejores eran dignos de estas virtudes, y ellas se expresaban en el combate, cuando mostraban templanza y sentido de justicia. Me pregunto si Allende consideraría que el antes soldado Flores goza de areté. Porque se trata del Ministro más joven de su Gobierno, como le gusta mencionar ad nauseaum al actual senador, algo de cariño le habrá tenido. Pero ha de ser una forma especial de virtud, de la que realmente muy pocos gozan, el hacer alianzas con quienes te llevaron a prisión y exterminaron a tu generación, y no sólo para apoyarlos en sus necias bravuconadas que realizan de tanto en tanto para demostrar que aún sin tener los votos ciudadanos dominan igual –ayer bombardeo, luego boinazos, hoy acusaciones constitucionales, fallos del Tribunal Constitucional-, sino también presentar proyectos de ley para otorgar beneficios carcelarios a los pocos violadores a los derechos humanos que están en prisión. ¿Eso es hacer historia, abrir mundos, senador Flores?

Pero el festín agónico lamentablemente da para más. Porque estos dos meses fueron condimentados con exposiciones públicas de la profesión de fe religiosa de una Ministra de Estado como móvil para hacer frente a una acusación constitucional, práctica que en toda Iglesia forma parte de la intimidad de las personas. Si ello fuera poco, todas las señales apuntaban a la construcción de un martirologio anunciado. El realismo mágico de García Márquez con su Crónica de Una Muerte Anunciada, quedó pequeño, porque al menos ahí el crimen era pasional, en revancha por el honor herido, con el protagonista sumido en la ignorancia de su cruel destino. En este caso todos sabían que caería la Ministra, partidarios y detractores, y ella misma. ¿Acaso no era evitable tal carnicería mediática? ¿O, como somos un país de héroes que se suicidan, no resultaba tan desafortunado dejar morir cívicamente a una funcionaria, sin renunciar y sin pedir la renuncia, como estrategia política frente a la operación desalojo, como derrota política pero victoria moral? ¿No da para más la creatividad de la clase política?

Y resulta insólito escuchar, por boca del Presidente del Partido Socialista, cuyo lote interno se llama Nueva Izquierda, defender principios portalianos del sistema presidencialista chileno. En los años ochenta varios autores decretaron la muerte de las izquierdas y las derechas, como una manifestación más de la condición postmoderna, pero no creo que hayan tenido a mano un ejemplo más ilustrativo de lo que querían comunicar que observar a un líder socialista invocar a su favor, el ideario del Ministro del Interior más conservador y autoritario, además de vulgar y matonesco, que ha conocido la historia republicana de Chile, como Diego Portales. No por nada el dictador Pinochet rebautizó el edificio de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD, con el del comerciante que llegó a Ministro, y fue responsable de numerosos fusilamientos y destierros de opositores. Si esta es la Nueva Izquierda, parece preferible la vieja, que al menos buscaba el socialismo con empanada y vino tinto, y no consolidar y perpetuar un sistema político que imita a las monarquías medievales.

¿Qué tal si se acusan constitucionalmente todos y abren espacio durante los cinco años que no podrán ejercer cargos públicos a nuevas generaciones que, seguramente con menos pompa y medallas de héroes antiguos, ejercerán sus funciones con un mayor nivel de competencias técnicas, y la dignidad simple de estar en política para servir al otro? Que vengan los de la revolución pingüina, los que no tienen culpas ni deudas por saldar, ni cheques por cobrar, solo voluntad de cambio real.

Otro rumano, Eugenio Ionesco nos mira desde el oriente eterno, y toma notas para su próxima obra póstuma del teatro del absurdo.

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* Manuel Guerrero Antequera es sociólogo.
http://manuelguerrero.blogspot.com

15 de abril de 2008

¿Quién custodia a los custodios?

Por María Angélica Oliva-José Miguel Vera*

La corrupción en la Administración Pública es una evidencia indesmentible, pero además injustificable. Los casos que se investigan en Ferrocarriles del Estado, en el Ministerio de Educación y en la Superintendencia de Electricidad y Combustible, lo ilustran de manera fehaciente. Hay por lo tanto, responsabilidades institucionales que todavía no han sido aclaradas y, lamentablemente, tampoco asumidas por sus protagonistas.

De esa evidencia se desprende la necesidad, primero, de reconocer. Esto significa examinar con cuidado la situación para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias y, segundo, dar a conocer el problema, esto es, que se haga público y tenga así la más amplia publicidad posible. Lo cual es condición necesaria para encaminarse a la solución del acto de corrupción, no en vano Albert Einstein enseñó que la formulación del problema es, a menudo, más importante que su solución, precisamente, porque en ello radica la condición de posibilidad de su comprensión. No asumir el problema de la corrupción, por parte de quienes tienen la obligación de hacerlo, configura una situación de complicidad, y ello es otra modalidad de corrupción.

Es bueno recordar que la corrupción al instalarse en la función pública, representa un severo peligro para la democracia. Por ello, debe ser eliminada de raíz y los corruptores y corrompidos, es decir los corruptos, deben ser conocidos por la ciudadanía y sancionados por las autoridades pertinentes.

Frente a la pregunta de por qué ocurre la corrupción hay una respuesta bastante conocida y difundida: el poder corrompe. ¿Es éste el caso de nuestra Administración Pública? Parece que sí, pero no existe una voluntad manifiesta de asumirlo.
El poder, por ejemplo, está presente e influye en el cuoteo político, es decir, para el nombramiento de funcionarios se privilegia la filiación política sobre la idoneidad, resultado de lo cual hay incompetencia, y no pocas veces negligencia en el desempeño de la función y el corolario de esta situación es la corrupción por parte del funcionario, que no es capaz de asumir sus limitaciones. Sócrates, el gran filósofo griego, al ser reconocido por el Oráculo de Delfos como el más sabio de los griegos, responde con la docta ignorancia (“Solo sé que nada sé”). Para él, uno de los peores males era que el ignorante se creyese sabio, pues con su conducta llevaría a la comunidad al desastre, por eso dedicó casi toda su vida a la mayéutica, es decir, a ayudar a que los otros encontraran la verdad reconociendo sus errores y limitaciones, tal como queda expresado en su voz ‘serás más humano porque ya no pensarás que sabes lo que realmente no sabes. Ese es todo el poder de mi arte mayéutico’.

Por eso, es tan importante identificar los problemas (donde se produzcan) reconocerlos, asumirlos y usar la recta razón que, para el caso, significa aplicar la ética a la función pública presente en nuestro ordenamiento jurídico en un conjunto de normas sobre ética y probidad en el ejercicio de la función pública. Éstas no sólo deben ser rigurosamente aplicadas, sino además extensa y persistentemente publicitadas.

Bien y mal constituyen las fronteras entre las cuales se mueve la conducta moral. Es en relación a estos referentes donde hay que situar la probidad y su contraposición, la corrupción; mientras la probidad es una conducta funcionaria que explicita la orientación moral adecuada o correcta y deriva de la intencionalidad del funcionario en el cumplimiento del deber; en la corrupción, que se sitúa justamente en su antípoda, el funcionario utiliza el poder emanado de su cargo en su propio beneficio.

La limitación y ramplonería en el lenguaje de algunos ministros es una franca exteriorización de la decadencia del sistema. Resulta inaceptable que, por no asumir una situación tan evidente como la corrupción ambiente en la Administración Pública, se trate de minimizar, enmascarar o desdibujar el problema que es, sin duda, grave. Por ejemplo, personeros como el Vocero de Gobierno, que debiese representar el paradigma del correcto y adecuado uso del lenguaje, privilegiando una servidumbre mediática no cumple con esta exigencia de su cargo y opta por la banalización de su lenguaje pervirtiendo, con ello, el ethos de su función que es ser porta-voz del Gobierno.

Bien, Deber y Poder son tres elementos que entran en juego en el ejercicio de la función pública. Si ellos están en equilibrio el producto será un desempeño probo por parte de los funcionarios. Sí, en cambio, se desequilibran en la dirección del abuso de poder, tendremos un caldo de cultivo para el desarrollo de la corrupción de los funcionarios públicos. Por consiguiente, la probidad en la medida que se cumpla, garantizará la dignidad de la función pública, y eso es fundamental para la buena salud de la democracia.

La preservación y el fortalecimiento del espacio público, de la democracia, es la principal tarea de las máximas autoridades. Ello exige una auténtica vocación política y una estricta sujeción a la normas de probidad y transparencia, pues son los custodios en los que la ciudadanía depositó su confianza. Mas, ¿Quid custode custodens? La organización política y jurídica de la Nación contempla organismos fiscalizadores autónomos como la Contraloría General de la República, ella es la que entra en funciones cuando no han realizado su tarea quienes tienen la primera obligación de hacerlo; indirectamente también lo hacen los medios de comunicación: radio, televisión, prensa, internet, quiénes ampliando el espacio público informan a la ciudadanía del curso de los acontecimientos. Sin embargo, lo delicado del asunto es que los custodios, en la medida que no sean capaces de reconocer y asumir la responsabilidad por los actos de corrupción en la Administración Pública, desestabilizan y tergiversan el sentido más propio de la democracia.
Ciertamente, tiene razón la sabiduría popular cuando afirma que “la verdad aunque severa es amiga verdadera”.Verdad que no sólo debe alcanzar al común de los ciudadanos, sino principalmente a las autoridades que custodian la democracia.

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*María Angélica Oliva es académica del Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional y de la Escuela de Derecho de la Universidad de Talca.

*José Miguel Vera es filósofo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

¡Es el régimen, estúpido!

Por María de los Ángeles Fernández*

La acusación constitucional contra la ministra Provoste que se dirime esta semana, si no fuera por lo dramático, ha llegado a evocar una telenovela por entregas. Empujones entre honorables, algún que otro lagrimón, reclusión en un seminario sacerdotal y alusiones a discriminaciones múltiples llevan a que, al final del día, prevalezcan los protagonismos individuales y sus coletazos emocionales. Al situar este suceso en un marco político-temporal más amplio, es posible reconocer conexiones significativas con las interpelaciones ministeriales previas, así como con díscolos y descolgados.

Estamos asistiendo a trastornos específicos en la salud de nuestro sistema político como son la falta de coherencia (o disciplina) y el déficit de responsabilidad política.

¿Cuál podría ser el meollo de todos estos problemas, que estimamos que no son meramente coyunturales? Analistas como Huneeus han planteado que su explicación no se colma mediante el recurso a factores individuales. Se haría necesario apelar a factores históricos e institucionales. El sistema electoral binominal, los problemas partidarios o lo reducido del actual período presidencial intervienen, pero no agotan su comprensión. No hay que descartar del todo los cambios experimentados por la institución parlamentaria.

Por otra parte, resulta más raro referirse al papel que pudiera jugar el régimen presidencial. Tal como Clinton dijera de la economía, convirtiéndose en una expresión muy propia de la “american politics”, podemos exclamar ¡es el régimen, estúpido! Sin embargo, la discusión de las reformas políticas no concita ni la diligencia ni la seriedad que se requiere.

Particularmente llamativo es el torpedeo permanente de la Alianza por Chile, escudándose en el intervencionismo electoral, erigido como “moneda de cambio” para cualquier intento de modificación, en lo concreto, del sistema electoral hasta el recurso a la antipolítica, por cuanto estos asuntos “no serían de interés ciudadano”. Resulta paradójica la actitud del senador Allamand por cuanto participó, durante su “travesía en el desierto”, en la elaboración de un libro que analizaba los efectos de las reformas políticas titulado “La política importa. Democracia y desarrollo en América Latina”, editado por el BID. En esos tiempos de limbo académico, ¡la vida te da sorpresas!, no trepidaba en reconocer la importancia de las instituciones políticas para el desarrollo de los países.

Algunas voces, todavía un tanto aisladas, han prevenido acerca de los peligros del “hiperpresidencialismo”. Los trastornos indicados exigen reflexionar, sin dogmatismos, sobre la conveniencia de innovar en materia de régimen político. En lo inmediato, y no son los únicos, identificamos dos de sus efectos: la ausencia de mayoría (real) en el Congreso y las dificultades para el ejercicio de la responsabilidad política de los miembros del ejecutivo.

La conformación de los gobiernos son prerrogativa presidencial por lo que la cesación en el cargo se personaliza y subjetiviza inevitablemente, produciendo una tensión evidente en el sistema de la que no se sustraen ni partidos ni coaliciones. ¿Qué tenemos hoy? Las interpelaciones ministeriales han devenido en un show más mediático que en un procedimiento sustancioso. En ello, algo de responsabilidad ha tenido el diputado Monckeberg que, por ahora, y luego del fuego cruzado en la municipalidad de Huechueraba, se ha refugiado modosamente en la comisión investigadora de EFE. Resta entonces, y casi por descarte, la acusación constitucional, alternativa poco razonable tanto por las consecuencias draconianas que acarrea como porque es vista una solución “in extremis”.

Generar procedimientos, tipo comisión y con independencia-por ahora- de su viabilidad política, a fin de avanzar hacia alguna forma de sempresidencialismo, constituiría un gran servicio a nuestro sistema político. No resulta algo descabellado. El cientista político Giovanni Sartori ya lo indicó: “Si los chilenos decidieran abandonar su sistema presidencial, les convendría -en mi opinión-, buscar una solución semipresidencialista, y no una parlamentaria”.

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*María de los Ángeles Fernández es Directora Ejecutiva de la Fundación Chile 21

14 de abril de 2008

El viejo guerrillero en su trono apolillado

*Sergio Ramírez

Una de las mejores maneras de entender África pueden ser los libros de viaje escritos con conocimiento de causa, y sentimiento de causa. Entre esos libros anoto Ébano, de Ryszard Kapuscincki, el célebre periodista polaco, y Risa africana, de la ganadora del Premio Nóbel de Literatura Doris Lessing, quien vivió hasta los treinta años de edad en Zimbabwe, la antigua Rhodesia de la supremacía blanca, y luego fue declarada “inmigrante prohibida” por el gobierno racista de Ian Smith.

En Risa africana, publicado en 1992, Doris Lessing cuenta de sus cuatro viajes a Zimbabwe, posteriores a su exilio, el primero de ellos recién conquistada la independencia en 1980, tras el triunfo de la lucha guerrillera de la Unión Popular Africana de Zimbabwe (ZAPU), encabezada por Robert Mugabe, quien habría de gobernar al nuevo país como primer ministro, y luego como presidente, desde entonces hasta ahora, por casi tres décadas. La democracia en Zimbabwe, dice ella, “había sido disfrutada por los blancos, pero jamás por los negros, que sólo experimentaron diversas formas de represión”.

Un libro de viajes, además de un libro de memorias, porque Doris Lessing consideró siempre a Zimbabwe su propia país, y el exilio que le fue impuesto, una mutilación de su alma. Pero también, y ésta es una lectura útil en estos días en que el reinado de Mugabe parece tocar a su fin, un libro que ofrece una visión de primera mano acerca de la derrota del régimen colonial, y toda la trama de complejas consecuencias producidas por el advenimiento de la emancipación.

Los grandes ideales de una revolución ganada con sangre, las esperanzas de la gente más pobre, los temores y las incertidumbres que la transición despierta, los esfuerzos por extender la educación en un país donde la inmensa mayoría negra, el 98% de la población, no sabía ni leer ni escribir. La desconfianza y el resentimiento frente a los hacendados blancos, los dueños de la riqueza, a los que Mugabe supo retener al principio, con lo que Zimbabwe no perdió su capacidad productiva, y se convirtió en uno de los principales exportadores de alimentos de África.

Pero en sus viajes sucesivos, mientras los ideales liberadores del principio van quedándose en la bruma del pasado, ella puede ver cómo los viejos vicios del poder empiezan a carcomer al partido guerrillero en el gobierno. Un partido único para empezar, encabezado por el único líder posible, Mugabe, el héroe de la lucha anticolonial, rodeado de curtidos combatientes ahora instalados en las oficinas públicas. Los escándalos de corrupción, el clientelismo político que asegura la lealtad de los campesinos más pobres a través de las dádivas, el populismo fatal que sustituye la verdadera participación ciudadana. Donde nunca hubo democracia para la mayoría negra, ahora lo que hay es un remedo de democracia.

Sin embargo, diez años después de la toma del poder por Mugabe, para su segundo viaje, ella piensa que aún es prematuro juzgar esos cambios, porque la democracia sigue siendo un concepto demasiado nuevo entre los negros en Zimbabwe. La gente sigue llena de esperanzas, empeñada en un futuro diferente; y la hostilidad entre negros y blancos continúa, además, lo que no es poca rémora para el funcionamiento del país. Los blancos tienden a preservar su espíritu de colonizadores, y a ver a los negros como inferiores.

Pero también hay ya una nueva clase entre los negros con poder político y aquellos que han tenido oportunidad de hacer negocios a la sombra de Mugabe. Son “los jefes”, que imitan a los blancos en sus gustos y en sus lujos, y remedan su cultura, su manera de vestir y de divertirse, los que quieren ser los “negros blancos”. La represión contra los descontentos no se hace esperar, y así se inician el terror y las purgas en los mismos años ochenta triunfales.

El libro se cierra, pero no la historia de Zimbabwe. Mugabe renuncia al sistema de partido único en 1990, pero no renuncia a quedarse para siempre, como el líder imprescindible, lejos del ejemplo que llegó a sentar Nelson Mandela en la vecina Sudáfrica, quien abrió las puertas a la verdadera democracia al apartarse del poder. En cambio, Mugabe le robó las elecciones en 2002 al líder sindical Morgan Tsvangarain.

Al abrirse el nuevo siglo, el viejo héroe guerrillero había ya dejado de ser popular entre las masas pobres. El alto crecimiento económico que Zimbabwe había conseguido no era sino un recuerdo, y la reforma agraria decretada en 1998, en busca de balancear la propiedad de la tierra cultivable que permanecía en un 32% en mano de la minoría blanca, vino a precipitar el desastre agravado por el bloqueo de Estados Unidos y la Unión Europea.

La esperanza de vida es ahora de apenas 36 años, la mortalidad infantil es de 650 por mil hasta los 10 años, la inflación anual del 10.000%, la tasa de desempleo del 80%; y el control de los precios ha llevado a la quiebra de centenares de empresas, y al encarcelamiento de los propietarios acusados de conspiración para desestabilizar al país. Y no solo ha resultado destruida la agricultura comercial, sino la de subsistencia.

Ahora Mugabe parece no poder sostener más su reinado de poder omnímodo, a pesar de la lealtad absoluta de las fuerzas de seguridad, y del sometimiento del Consejo Electoral, encargado de contar los votos. Tras la resistencia inicial a reconocer su derrota en las recién pasadas elecciones, ya ha concedido que perdió la mayoría en el parlamento y en el senado; y aunque no acepta que su antiguo rival Morgan Tsvangarain le ganó otra vez, y quiere forzar una segunda vuelta, no parece que pueda quedarse más en la silla presidencial que hasta ahora creyó eterna, a no ser al costo de la violencia, y de más miseria y ruina.

A los 84 años de edad, los vientos de la historia se lo llevan.

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*Sergio Ramírez es escritor nicaragüense. Fue vicepresidente de Nicaragua (1984-1990)