Por Sergio Ramírez*
La Chureca es un basurero cercano a la costa del Lago Xolotlán, que puede parecer paradisíaco desde al aire. Las aguas tranquilas, en las que se reflejan las nubes, de todos modos infectadas por los vertederos de las cloacas, la península de Chiltepe horadada por los cráteres de antiguas lagunas volcánicas, el cono inmenso del volcán Momotombo, y esfuminadas hacia el norte, más allá de la ribera del lago, los contrafuertes de la cordillera de Dipilto, en los lindes con Honduras.
Todo el día los camiones recogedores avanzan por los caminos de acceso a La Chureca haciendo temblar el suelo y alzando polvo, para depositar su carga en el inmenso playón de 60 hectáreas donde la ciudad va acumulando sus desechos, y el basurero se revela como un extraño paisaje calcinado, tierra oscura y requemada que se alza en promontorios nublados por las humaredas. Una multitud se afana en aquel paraje como vestida para una fiesta de disfraces en harapos, viejos, adolescentes, niños, tapándose las cabezas de mil maneras frente a los rigores del sol, y las narices frente a la putrefacción. Escarban armados de palos. Son los que viven de la basura. Es su reino de este mundo.
Escarban en busca de todo lo que pueda ser rescatado, piezas de hierro, láminas, embalajes de cartón, periódicos y revistas viejas, envases de plástico, botellas de vidrio, tesoros que tienen precio, vigilados de cerca por las bandadas de zopilotes que por su parte buscan la carroña, porque en el basural hay de todo, perros muertos y sobras de comida de los restaurantes y desperdicios de las cocinas de los hogares, tripas de destazaderos, verduras que se pudren en los mercados de abastos, y aún desechos de hospitales, alguna vez un feto, otra, la pierna proveniente de un amputación.
A La Chureca llegan diariamente unas 1.800 toneladas de desechos provenientes de los más de 300 barrios de la capital de millón y medio de habitantes, y se dice que es el vertedero a cielo abierto más grande de América Latina. Extraño campeonato. Y quienes viven de escarbar entre la basura, viven también allí. Doscientas familias que entre niños y adultos hacen un ejército ambulante de 1.200 personas, dispuesta a defender su medio de subsistencia diaria: lo que otros botan. Y por eso amanecieron un día en pie de guerra, y cerraron a los camiones recolectores los accesos.
Su protesta era debida a que los choferes y cargadores de los camiones que a diario recogen la basura en las calles de Managua, seleccionaban antes todo lo que tiene un valor comercial, para quedarse con el tesoro. El grito de guerra de los alzados era ¡queremos basura de calidad! Es decir, la basura completa, sin ordeños previos. Basura de primera.
No es un negocio pequeño, si se le ve en su totalidad, porque se trata de material reciclable que se vende a las plantas procesadoras de papel higiénico, fábricas de envases, fundidoras de piezas de metal. Y los sindicatos de trabajadores de la municipalidad de Managua, asumieron la representación de los recolectores frente a los habitantes de La Chureca, que nombraron sus propios negociadores.
La guerra de la basura se declaró entre los fantasmas escuálidos que buscan los tesoros diarios en aquel paisaje de infierno, no importa que se contaminen de enfermedades de la piel y de los ojos, males intestinales y de la sangre, y que sus pulmones se sofocan con el humo tóxico de las quemas; y los recogedores que van de acera en acera, desnudos de la cintura para arriba en el calor sofocante de Managua, levantando los tachos para verterlos en las fauces malolientes de las culatas de los camiones, que revuelven los desperdicios antes de tragárselos, una operación que hacen a mano pelada, despreciando los guantes.
Hubo asesores jurídicos, mediadores, largas sesiones entre los representantes de las partes. Y al fin fue alcanzado un acuerdo, debidamente firmado como un verdadero tratado de paz. El compromiso fue repartir el tesoro. Los operarios de los camiones recolectores se quedarían con los desechos de papel, cartón, aluminio, cobre y bronce, y los habitantes de La Chureca deberán conformarse con los envases de plástico y las botellas de vidrio.
Pero las minas del rey Salomón, con sus tesoros escondidos, no quedarían así no más en paz. Los tratados fueron desconocidos al día siguiente por nuevos actores que se erigieron de pronto como partes interesadas: el Movimiento Comunal, el Frente Nacional de los Trabajadores, el Procurador Oficial de los Derechos Humanos, todos ellos convertidos por arte de magia negra en celosos defensores de los recogedores de basura. Y todos ellos provienen de las filas leales al presidente Daniel Ortega, que dirige ahora la guerra de la basura desde las sombras de su poder por las interpósitas manos de sus lugartenientes. Su propósito no es otro que forzar la renuncia del alcalde de Managua, el ingeniero Dionisio Marenco. El alcalde Marenco, viejo militante sandinista, fue electo hace menos de cuatro años con el respaldo del propio presidente Ortega. Goza de la cota de popularidad más alta entre las figuras políticas del país, según las encuestas; ha hecho una labor notable al frente de la alcaldía al construir nuevas obras de infraestructura vial, atender las necesidades de los barrios más pobres, entregar títulos de propiedad sobre miles de viviendas, y solventar, precisamente, el problema de la basura, uno de los más agudos y crónicos de la ciudad.
Por eso, precisamente, por sus éxitos, y porque es más popular que el presidente Ortega, que más bien obtiene calificaciones negativas entre los ciudadanos, quieren sepultar al alcalde de Managua en la basura. Esa popularidad lo catapulta hacia las preferencias electorales como candidato a la presidencia, y se hace reo entonces de un delito de lesa majestad. En las filas del partido oficial no puede haber sino un solo candidato, que es el propio presidente Ortega, dispuesto a cambiar la Constitución para reelegirse.
La guerra de la basura, por tanto, sigue escalando. Piquetes oficialistas impiden ahora a los camiones entrar en La Chureca. El alcalde ha logrado que municipalidades vecinas reciban en sus vertederos la basura de Managua, pero nuevos piquetes aparecen bloqueando el acceso en esos otros lugares, y algunas de esas municipalidades desertan del apoyo, frente a las presiones presidenciales.
La ciudad rebosa de basura. Amenazan las epidemias. Los camiones de la alcaldía trabajan en horarios clandestinos para evitar las agresiones orquestadas. Los planes financiados por el gobierno de España a un costo de 40 millones de euros, para cerrar la Chureca y apoyar a las familias del basural a buscar formas decentes de vida, pueden desaparecer junto con el alcalde. Es decir, se los puede llevar la guerra, que es lo mismo que se los lleve el absurdo.
Una guerra para castigar a un alcalde, sepultándolo en la basura, pero que amenaza con sepultar a toda una ciudad. Realismo trágico, más que realismo mágico.
* Sergio Ramírez. Escritor nicaragüense. Vice-presidente de Nicaragua (1984-1990)