Por María Angélica Oliva-José Miguel Vera*
La corrupción en la Administración Pública es una evidencia indesmentible, pero además injustificable. Los casos que se investigan en Ferrocarriles del Estado, en el Ministerio de Educación y en la Superintendencia de Electricidad y Combustible, lo ilustran de manera fehaciente. Hay por lo tanto, responsabilidades institucionales que todavía no han sido aclaradas y, lamentablemente, tampoco asumidas por sus protagonistas.
De esa evidencia se desprende la necesidad, primero, de reconocer. Esto significa examinar con cuidado la situación para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias y, segundo, dar a conocer el problema, esto es, que se haga público y tenga así la más amplia publicidad posible. Lo cual es condición necesaria para encaminarse a la solución del acto de corrupción, no en vano Albert Einstein enseñó que la formulación del problema es, a menudo, más importante que su solución, precisamente, porque en ello radica la condición de posibilidad de su comprensión. No asumir el problema de la corrupción, por parte de quienes tienen la obligación de hacerlo, configura una situación de complicidad, y ello es otra modalidad de corrupción.
Es bueno recordar que la corrupción al instalarse en la función pública, representa un severo peligro para la democracia. Por ello, debe ser eliminada de raíz y los corruptores y corrompidos, es decir los corruptos, deben ser conocidos por la ciudadanía y sancionados por las autoridades pertinentes.
Frente a la pregunta de por qué ocurre la corrupción hay una respuesta bastante conocida y difundida: el poder corrompe. ¿Es éste el caso de nuestra Administración Pública? Parece que sí, pero no existe una voluntad manifiesta de asumirlo.
El poder, por ejemplo, está presente e influye en el cuoteo político, es decir, para el nombramiento de funcionarios se privilegia la filiación política sobre la idoneidad, resultado de lo cual hay incompetencia, y no pocas veces negligencia en el desempeño de la función y el corolario de esta situación es la corrupción por parte del funcionario, que no es capaz de asumir sus limitaciones. Sócrates, el gran filósofo griego, al ser reconocido por el Oráculo de Delfos como el más sabio de los griegos, responde con la docta ignorancia (“Solo sé que nada sé”). Para él, uno de los peores males era que el ignorante se creyese sabio, pues con su conducta llevaría a la comunidad al desastre, por eso dedicó casi toda su vida a la mayéutica, es decir, a ayudar a que los otros encontraran la verdad reconociendo sus errores y limitaciones, tal como queda expresado en su voz ‘serás más humano porque ya no pensarás que sabes lo que realmente no sabes. Ese es todo el poder de mi arte mayéutico’.
Por eso, es tan importante identificar los problemas (donde se produzcan) reconocerlos, asumirlos y usar la recta razón que, para el caso, significa aplicar la ética a la función pública presente en nuestro ordenamiento jurídico en un conjunto de normas sobre ética y probidad en el ejercicio de la función pública. Éstas no sólo deben ser rigurosamente aplicadas, sino además extensa y persistentemente publicitadas.
Bien y mal constituyen las fronteras entre las cuales se mueve la conducta moral. Es en relación a estos referentes donde hay que situar la probidad y su contraposición, la corrupción; mientras la probidad es una conducta funcionaria que explicita la orientación moral adecuada o correcta y deriva de la intencionalidad del funcionario en el cumplimiento del deber; en la corrupción, que se sitúa justamente en su antípoda, el funcionario utiliza el poder emanado de su cargo en su propio beneficio.
La limitación y ramplonería en el lenguaje de algunos ministros es una franca exteriorización de la decadencia del sistema. Resulta inaceptable que, por no asumir una situación tan evidente como la corrupción ambiente en la Administración Pública, se trate de minimizar, enmascarar o desdibujar el problema que es, sin duda, grave. Por ejemplo, personeros como el Vocero de Gobierno, que debiese representar el paradigma del correcto y adecuado uso del lenguaje, privilegiando una servidumbre mediática no cumple con esta exigencia de su cargo y opta por la banalización de su lenguaje pervirtiendo, con ello, el ethos de su función que es ser porta-voz del Gobierno.
Bien, Deber y Poder son tres elementos que entran en juego en el ejercicio de la función pública. Si ellos están en equilibrio el producto será un desempeño probo por parte de los funcionarios. Sí, en cambio, se desequilibran en la dirección del abuso de poder, tendremos un caldo de cultivo para el desarrollo de la corrupción de los funcionarios públicos. Por consiguiente, la probidad en la medida que se cumpla, garantizará la dignidad de la función pública, y eso es fundamental para la buena salud de la democracia.
La preservación y el fortalecimiento del espacio público, de la democracia, es la principal tarea de las máximas autoridades. Ello exige una auténtica vocación política y una estricta sujeción a la normas de probidad y transparencia, pues son los custodios en los que la ciudadanía depositó su confianza. Mas, ¿Quid custode custodens? La organización política y jurídica de la Nación contempla organismos fiscalizadores autónomos como la Contraloría General de la República, ella es la que entra en funciones cuando no han realizado su tarea quienes tienen la primera obligación de hacerlo; indirectamente también lo hacen los medios de comunicación: radio, televisión, prensa, internet, quiénes ampliando el espacio público informan a la ciudadanía del curso de los acontecimientos. Sin embargo, lo delicado del asunto es que los custodios, en la medida que no sean capaces de reconocer y asumir la responsabilidad por los actos de corrupción en la Administración Pública, desestabilizan y tergiversan el sentido más propio de la democracia.
Ciertamente, tiene razón la sabiduría popular cuando afirma que “la verdad aunque severa es amiga verdadera”.Verdad que no sólo debe alcanzar al común de los ciudadanos, sino principalmente a las autoridades que custodian la democracia.
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*María Angélica Oliva es académica del Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional y de la Escuela de Derecho de la Universidad de Talca.
*José Miguel Vera es filósofo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.