Por Luis Casado*
En la jerga iniciática que se chamulla en el microcosmos de la política chilensis hay dos o tres memeces que son inevitables. El verbo “valorar” por ejemplo. Cada día de dios, algún pirao que no tiene nada que decir, -ni una idea, ni un concepto-, se raja con una declaración “valorando” esto o lo otro e incluso aquello.
En la misma vena, la “gobernabilidad”, -que el diccionario define como la posibilidad o facilidad de un colectivo para ser gobernado-, se transformó en la receta para no hacer nada que pudiese molestar a los poderosos. Hubo un mandatario tan experto en “gobernabilidad” que se ganó en su día, merecidamente, el afecto de los empresarios.
Un líder político, -allí donde esas cosas existen-, suele ejercer una influencia decisiva a la hora de escoger caminos, tomar decisiones, adoptar posturas, arbitrar alternativas, definir posiciones, resolver disyuntivas. Si el líder no logra hacer prevalecer sus puntos de vista dimite y se va, o hace como Marx. Groucho Marx decía: “estos son mis principios, y si no les gustan... tengo otros”.
En Chile, la noción de “liderazgo” es número puesto a la hora de hablar para no decir nada, o para decir chorreces. Concepto definido como una “situación de dominio ejercido en un ámbito determinado”, su propia significación revela que nuestros supuestos líderes no controlan ni sus esfínteres.
Lo que nos lleva a otro lugar común, un tópico entre los tópicos, el “díscolo”. La palabrita nos viene del griego “dýscolos”, que designa a una persona malhumorada, de trato desagradable. En la copia feliz del edén se usa para designar a parlamentarios supuestamente poco dóciles y desobedientes, lo que ya es todo un programa.
En el marco de la Constitución de la dictadura aún en vigor, un representante de la soberanía popular debe ser “dócil y obediente”. Si no... es un “díscolo”. Si la curiosidad te llevase a examinar cómo han votado los díscolos en el Parlamento te llevarías una sorpresa mayúscula. Con la notable excepción de Sergio Aguiló, que rehusó votar el TLC con los EE.UU., la norma ha sido la docilidad y la obediencia.
Recientemente el “malhumor y el trato desagradable”, la falta de “liderazgo” y la ausencia de “gobernabilidad” han puesto de moda eso de “cada uno para su santo y a la mierda el resto”, consigna en plan Titanic a la que algunos tratadistas le prefieren llamar el modelo “muerte de la Bubulina”.
Lo que me permite una transición fácil y pertinente hacia el demasiado frecuente ejercicio, por parte de las autoridades judiciales, de la llamada “formalización”. Que se define como la “Concesión de un carácter de seriedad y estabilidad, o legal y reglamentario, a lo que antes no lo tenía”.
Cuando algún presunto delincuente, -ministro, subsecretario, empresario o simple ciudadano de a pie-, es inculpado, es decir acusado de un delito, la parlancia chilensis te explica que el supuesto malhechor fue “formalizado” o sea que se le ha concedido “un carácter de seriedad o de legalidad que antes no tenía”.
De modo que nuestra bendita costumbre de hablar y de escribir con elisiones, perífrasis, metáforas, elipsis, metonimias, imágenes, parábolas y alegorías, amén de las huevadas ya descritas más arriba, hace imposible una declaración de tipo: “El proyecto de Ley General de Educación es una mierda y la violenta represión ejercida contra los estudiantes una vergüenza para un país supuestamente democrático. El comportamiento de muchos responsables políticos linda con la delincuencia. Si las coaliciones que se disputan el derecho a continuar saqueando el país no toman en cuenta el cabreo del personal, habrá que sacarlos a patadas en el culo”. Confiesa que estamos mejor como estamos: “Valorando el liderazgo que lleva a la gobernabilidad”.
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*Luis Casado es economista