Por Roberto Pizarro*
El PPD se ilumina y convence a los radicales que el éxito electoral radica en una lista separada del PS y de la Democracia Cristiana. Lista propia a las municipales, poniendo de manifiesto lo que la ciudadanía sabe hace rato: los partidos renunciaron a principios y programas y lo que interesa es administrar poder, cargos, posiciones y recursos. El hermano de Escalona, que vale por su apellido, renuncia al PS para ir por cuenta propia a algún municipio, da lo mismo cualquiera, mientras el senador Navarro estuvo al límite de la ruptura al no ser incluido en la nueva Mesa Directiva. En la DC el desgranamiento continúa, con la reciente renuncia de los abogados Bosselín y Briones, saga interminable desde la expulsión de Zaldívar y la renuncia de cinco diputados colorines.
La derecha no las tiene todas consigo. Hernán Larraín se cansó a la cabeza de la UDI, agobiado con esos ires y venires de Longueira y Lavín y, la última gota, las posturas encontradas respecto de cinco alcaldes de su partido involucrados en licitaciones oscuras. El otro Larraín, el de Renovación Nacional, Carlos, perfumado con incienso y enemigo de la píldora, se mantiene en la lucha, quizá porque cuenta con todo el apoyo de Sebastián Piñera, opción incontrarrestable para las presidenciales. Pero, tampoco hay que olvidar que el diputado Vilches y el senador Cantero, negritos de Harvard de esa organización, renunciaron hace pocos meses a RN.
Así están las cosas en la política nacional. La nomenclatura en crisis. Mientras tanto la ciudadanía se muestra cada vez más desafecta porque los partidos concentran su actividad en el poder desnudo, lo que ha traído como consecuencia una creciente corrupción en el país. Y los jóvenes, marginados de los partidos y de las elecciones, han optado por las movilizaciones. Antes contra la Loce y ahora contra la LGE, y mañana quizás apuntarán contra todas las desigualdades y exclusiones que avergüenzan a la gente decente. Es que la paciencia tiene su límite, como ha quedado de manifiesto en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Paraguay.
Con 18 años de gobiernos de la Concertación y los mismos años de oposición de la Alianza el cansancio se ha generalizado. Se trata de un juego cerrado, en que la democracia ha sido capturada por unos pocos. En la Concertación las sillas musicales se encuentran trizadas con los mismos de siempre, que han renunciado a conceder el liderazgo a los jóvenes y menos a los que desean cambiar el modelo económico en curso. Por su parte, la derecha se ha desgastado con el populismo de los Legionarios de Cristo y del Opus Dei. Así las cosas, quedan en evidencia manifiestas contradicciones entre su proclamado aliancismo-bacheletismo, el rabioso ataque a la píldora del día después y la candidatura del empresario Piñera a la Presidencia. No convencen quienes exaltan las bondades del liberalismo económico y el emprendimiento privado mientras, al mismo tiempo, se refugian en un conservadurismo retrógrado que reprime las libertades de los cuerpos y almas de los jóvenes. Y no es creíble tampoco que el candidato de la derecha servirá a todos los chilenos cuando le duele tanto separarse de sus negocios privados y convertirse en un ciudadano común a la cabeza de su proyecto político.
El derrumbe de la clase política chilena parece inevitable. Podrán retroceder el PPD y los radicales en su pretensión de llevar lista municipal independiente, porque será difícil sostener la presión y compromisos de tantos años con sus compañeros de ruta. Pero la restitución de una lista en común tampoco reducirá el elevado desgaste político de la Concertación, que ha privilegiado la reproducción del poder de sus viejos dirigentes antes que la democracia ciudadana; que ha sido generosa con los grupos económicos antes que con las capas medias y sectores populares; y, que no ha tenido voluntad real para modificar el sistema político excluyente.
Por su parte, la UDI, con la renuncia de Larraín, deberá optar entre los históricos coroneles, agotados por los años o por figuras más jóvenes, las que sostienen el mismo fundamentalismo decimonónico. El verdadero problema de la “derecha gremialista” no radica en su fragilidad para captar los votos del centro político, sino en su incapacidad para renunciar al pinochetismo y en esa persistencia de imponer a los chilenos una dictadura valórica, que en el siglo XXI nadie está dispuesto a tolerar. Renovación Nacional probablemente asegurará al candidato Piñera, gracias a que cuenta con opción clara para la primera vuelta presidencial, pero a muy pocos convencerá que su proyecto político atenderá los intereses de las mayorías castigadas por la desigualdad económica, exclusión política y vulnerabilidad ciudadana. Basta mirar y escuchar al Presidente de RN para constatar que ese partido se encuentra muy lejos de la gente sencilla y más necesitada de nuestro país.
La actual clase política ya no se sostiene. Por ello el país reclama un nuevo liderazgo, que comprometa su accionar con toda la ciudadanía, especialmente los más débiles, y no con los grupos económicos ni con la reproducción de la nomenclatura política. Un liderazgo con principios, programas y con una moral a toda prueba. Un liderazgo capaz de instalar un nuevo modelo de desarrollo, que coloque en su centro el progreso económico, pero fundado de verdad en la equidad y la protección social; que promueva una nueva política económica, que priorice los intereses de los trabajadores, pequeños empresarios, y consumidores agobiados por las tarjetas de crédito; una política social que termine con las aberraciones de la focalización y que convierta a la educación pública en el eje de las oportunidades para los jóvenes. Los desafíos del presente y las tareas del futuro demandan ese nuevo liderazgo.
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*Roberto Pizarro es ex ministro de Mideplan