Por Marcelo Monsalves*
La capacidad de crear y utilizar un idioma es un rasgo distintivo del ser humano. Algunos otros animales pueden desarrollar sofisticados medios de comunicación, pero nada parecido a una lengua. Si bien existen otros lenguajes como la música o la plástica, nuestro idioma es el recurso privilegiado para pensar, creer, soñar, crear, amar. Es decir, vivirnos y convivirnos como personas. Por eso, es difícil imaginar una afección que nos prive de esa capacidad. La persona queda encapsulada en un mundo de objetos y seres sin nombre, vacíos de sentido y significado. Incapaz de decir y decirse.
En eso pienso cuando oigo hablar a ciertos jóvenes. Especialmente a jóvenes de sectores populares. Un repertorio muy limitado de palabras y expresiones, basado en estructuras básicas, con una pronunciación apenas comprensible. Normalmente, un discurso fragmentario, lleno de vacíos e incongruencias, apenas salvadas por interjecciones, onomatopeyas y locuciones mal dispuestas. Pienso entonces en cuál es su capacidad para decir y decirse.
Los imagino estudiando, buscando un trabajo, haciendo un trámite, exigiendo una buena atención o defendiendo sus derechos. ¿Cuáles son sus reales posibilidades y oportunidades? Luego, los imagino mayores leyendo el contrato de trabajo, el plan de la isapre o las condiciones de la tarjeta de crédito. Claro, si es que llegan a tener la buena fortuna de estar en esa situación. Ni siquiera me atrevo a imaginarlos en mundos más complejos como la literatura, la ciencia, un idioma extranjero o el autoconocimiento. Siento que su pobreza expresiva es síntoma y también causa de un futuro degollado, de pobreza amplia asegurada.
Cuando hablo de pobreza expresiva no quiero decir incapacidad para comunicarse. Hablo de la incapacidad para generar relatos estructurados y lúcidos de sí mismos, de su mundo, de su futuro. El punto es que sin relato, no hay proyecto. Solo reproducción regresiva de la situación actual.
Por eso, me sorprenden las opiniones de comentaristas de poca monta, cuando hablan con entusiasmo infantil de “nuevos lenguajes” juveniles. Como para dar un toque de paternidad liberal bien encauzada y aguda capacidad de observación, suelen ejemplificar su punto con el “chat” de sus hijitos. Bien por sus hijitos que tienen computador en casa. Bien por la tecnología como medio para enriquecer y diversificar la interacción humana. Sin embargo, en tanto relato, no consigo ver en el “chatting” algo más que hilachas de trivialidades colgando de contracciones, exclamaciones y simpáticos “emoticones”.
El sistema educacional tampoco ayuda mucho. Los últimos resultados del SIMCE vienen a dar estatus de seriedad oficial a lo que todos saben: la mayoría de niños y jóvenes populares son “iniciales”. Peor aún, se han estancado en su “inicialidad”. Frente a ello, la autoridad infiere que los resultados expresan “una brecha importante que tenemos que mejorar tanto en calidad como en equidad, y esos son lo desafíos que tenemos por delante”. Brillante. Por eso concluye que se debe hacer más y mejor de lo mismo. Algo así como unos toques por aquí y por allá a un sistema educacional que no funciona. Un sistema que le pone una marca indeleble de “inicial” al niño pobre cuando ingresa. Me parece que el sentido común indica otra cosa: si lo que haces no produce los resultados que quieres, entonces haz otra cosa.
Creo que devolver a los niños y jóvenes pobres su capacidad expresiva, de decir y decirse, es un imperativo ético, político y secundariamente técnico. Sin embargo, ello requiere devolver al Estado su propia capacidad expresiva que estimule la imaginación y el coraje como para generar un nuevo relato sobre la educación, que será equivalente a la capacidad que tendrán los jóvenes de relatar un nuevo país en el futuro. Ojalá los pingüinos nos ayuden en el intento.
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*Marcelo Monsalves es consultor de empresas