30 de abril de 2008

Las manos y los pies

Por Roberto Pizarro*

El episodio de las frambuesas de la Subsecretaria de Transportes ha convertido en comedia esa tragedia que significa la corrupción. La utilización de recursos públicos en beneficio privado o para financiar campañas políticas se ha instalado en el país y es parte de una saga que ha afectado a connotadas figuras políticas con el MOP-GATE, Ferrocarriles, Chile Deportes y los Programas de Generación de Empleo. El asunto de las frambuesas no sólo es vergonzante por el carácter tan vulgar del hecho mismo sino porque una autoridad con responsabilidad sobre el Transantiago tiene que saber respetar a esa ciudadanía humillada por el desastre del transporte en Santiago.

La corrupción también ha presentado en los últimos años otra cara que es consecuencia de la fragilidad del sector público y de la soberbia de la empresa privada. Los tiempos que corren han puesto de moda cierto tipo de capitalismo que ha debilitado a la democracia, otorgando poderes fácticos a los grupos económicos nacionales y transnacionales. Ello ha facilitado la oferta de coimas de las empresas privadas a funcionarios públicos. Y los casos más connotados en el último tiempo son los de la transnacional Tata y el Registro Civil, la entrega de dineros por ejecutivos de la empresa Lucchetti para su instalación en un barrio de Lima y las oscuras relaciones de una empresa de servicios que accede a privilegios en municipios dirigidos por la UDI. Estos hechos tienen un antecedente insoslayable en Pinochet y su familia, enjuiciados por una situación de coimas de tal envergadura que comprometió incluso a bancos en los Estados Unidos.

La corrupción está instalada, pero también son inocultables la falta de probidad y el olvido de la ética. Ambas recorren por igual el sector privado y el sector público. Después de las oscuras privatizaciones de Pinochet que permitieron el enriquecimiento ilícito de varios personeros ligados al entorno del dictador, nos hemos encontrado en democracia con figuras políticas concertacionistas que transitan, sin vergüenza, entre la vida política y los negocios, desde elevados niveles de dirección pública a directorios de grandes empresas o dedicados a un intenso trabajo de lobbystas. Se argumenta que las leyes no impiden esos vasos comunicantes entre la política y los negocios. Efectivamente, las regulaciones y leyes son malas y se ha intentado infructuosamente mejorarlas. Pero, tampoco, la existencia de buenas leyes evitarán por si solas recuperar la probidad. Se requiere un cambio cultural sobre la naturaleza y el fin de la política. Mientras se crea, como Maquiavelo, que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es ganar, conservar y acrecentar el poder, los riesgos de corrupción mantendrán viva su amenaza.

La corrupción, la falta de probidad y la desvergüenza, en el marco de un modelo económico del sálvese quien pueda, con un sistema político excluyente y de manifiesta vulnerabilidad ciudadana han creado un ambiente que nos recuerdan a Discepolo: “Hoy resulta que todo es igual… el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. Este ambiente es el que facilita las trampas y el engaño. De otra forma es difícil explicarse no sólo la corrupción y la falta de probidad sino también la ineptitud. En efecto, da lo mismo la inauguración trucha del hospital de Curepto o preocuparse por establecer controles en las subvenciones escolares. A fin de cuentas nada importa, todo es igual. Aquí se confunden la corrupción y la ineptitud. Se pueden meter las manos y también los pies.
Este mismo ambiente es el que genera condiciones para que las universidades estafen a los estudiantes, como ha sido en la Universidad de la República o en la UTEM o que la sociedad haya aceptado al sicópata Gerardo Rocha como autoridad de la Universidad Santo Tomás o que los jóvenes deban sufrir la existencia de tantas universidades confesionales que con la cruz y la espada repriman sus derechos. Y el Estado ahí, tranquilo. Y no nos vengan con el cuento de la sorpresa, de hechos inesperados, porque todo lo que pasa en las universidades, en las escuelas subvencionadas en hospitales y consultorios es de sobra conocido.

En ese ambiente del todo vale, en que la ganancia rápida es la que manda, los canales de televisión reciben grandes sumas de dinero a cambio de publicidad en vivo y directo a favor de empresas como Paris, Ripley y Líder, entre otras, olvidándose que son esas mismas empresas las que agreden a los consumidores pobres con la usura de las tarjetas de crédito. Televisión y caras bonitas a disposición de los negocios para obligar a consumir. Compromiso de comunicadores con la sociedad de mercado y descompromiso con esos consumidores que deben pagar a fin de mes varias veces más por el valor de un producto como consecuencia de las altas tasas de interés. Esto también es falta de ética.

La corrupción y la falta de probidad han avanzado a pasos agigantados. Es que el individualismo y la pasión por el dinero, propios al modelo económico que vivimos, corroen las entrañas de nuestra sociedad, cuestionando peligrosamente esos valores de ética pública que nos legaran Portales, Recabarren, Aguirre Cerda, Jorge Alessandri, Frei Montalva y Allende. El país está marchando vertiginosamente a la catástrofe, que en los países vecinos culminó con el reemplazo de la clase política tradicional.
En Chile ha crecido el peso de la economía y el poder de quienes la controlan. Al fortalecerse el poder económico éste exige mayor autonomía respecto de las demás dimensiones de la sociedad, habiéndose instalado la idea que las leyes del mercado son incuestionables e independientes de las decisiones de las personas. En estas condiciones, la política y el Estado se debilitan y en vez de servir para compensar las desigualdades propias a los mercados se convierten en instrumentos de ampliación del poder económico. Es el triunfo de la economía sobre la política y la concomitancia de ésta con los grupos económicos. Así las cosas, el sentido comunitario de nación se encuentra debilitado con un Estado frágil, que se considera un estorbo. Y los políticos han perdido toda voluntad para modificar lo existente. Allí se encuentran cómodos.
El mundo que vivimos es peligroso. La pasión por el dinero, que caracteriza al neoliberalismo, se infiltra por todas partes y corrompe no sólo a los espíritus frágiles y ambiciosos sino se ha instalado como una nueva realidad cultural. Simultáneamente, la renuncia a los proyectos colectivos y el predominio del poder personal han convertido a la política en un negocio más. Si no se realiza un esfuerzo nacional para evitar la corrupción y recuperar el espíritu probo caeremos en las mismas situaciones que tanto hemos criticado a nuestros vecinos. El desafío es inmenso, lo que nos lleva, por ahora, a recordar la hermosa anécdota que cuenta Ernesto Sábato en su libro La Resistencia, la que pudo haber sucedido perfectamente en el Chile de nuestros antepasados: hace muchos años, un hombre se desvaneció de hambre en las calles de Buenos Aires y cuando lo socorrieron le preguntaron cómo no había comprado algo de comer con el dinero que llevaba en su bolsillo. El hombre respondió: eso era imposible, pues el dinero pertenece al sindicato.

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*Roberto Pizarro es economista y ex ministro de Mideplan