17 de marzo de 2008

Revolviendo

Por Begoña Zabala*

En Santiago el sol se pone tarde a pesar de que falta poco para la llegada oficial del otoño y una llega buscando la penumbra. Penumbra que se agradece cuando se ha viajado durante muchas horas de un polo a otro de la tierra y la diferencia en grados centígrados es de menos 20 a 33 sobre cero.

La luz azul marino de la noche propicia el afán de disimular ojeras, esconder los pies hinchados que apenas caben en simples sandalias, el mal color que dejan 14 horas de vuelo sin dormir, sin leer ni escribir ni poder concentrarse en algo cuando acecha el pensar febril en el Black Hole inesperado y absolutamente improbable donde a lo mejor van a parar los aviones que no dejan rastro, o los que se encuentren con El Holandés Errante navegando por los cielos. Así de disparatado es el miedo.

Hace pocos días y al cabo de infinitud de horas de encierro, aterrizó grácil cual mariposilla el tubular de hierro. El acontecimiento sucedió en suelo chileno. Fue tal la emoción, tal el contento de pisar tierra firme una vez más, tal el frenesí, el júbilo y el alborozo que hubiera podido cubrir de besos al Comandante a su copiloto y a la tripulación entera a la mínima insinuación. Boca a boca. French kisses. La vida, respetable público, no tiene precio y los ósculos de una tampoco.

A lo que iba. Hace cuatro años que estuvimos en Chile. Siglos o fracción de segundo, la sensación de extrañeza es la misma de antaño.

Esta vez he dejado dormidas, esperándome entre la nieve, las máscaras de teatro y sólo vengo acompañando a mi novio por apetencia, de mirona, de lectora y de escribiente. También he vuelto a conocer y reconocer amigos, a disfrutar de su compañía, a recordar a Max que se negó a luchar contra el cáncer que dio cuenta de él. Hacía tiempo que no le interesaba lo que llamamos vida. Quería reencontrarse con su compañera y su hijo sin nacer, desaparecidos. Me alegra su muerte porque quiero creer que le esperaban del otro lado y el tormento para los tres habrá cesado. Al fin. Habrá cesado al fin. Para eso existe Dios.

Yo echo en falta su estampa de caballero de la triste figura, su trato versallesco, su bondad desbordante. Su fineza. Sus secretos compartidos de usted a usted.

Después de haber hecho el vaivén entre Chile y el Quebec durante veinte años, sigo siendo una perfecta extrajera allí y aquí. Es exultante la sensación de trotamundos. Supongo que llevo incorporado en el aliento, el perfume, la respiración, los latidos rítmicos de la cuna atávica, el sentido de pertenencia. Ir por la vida de extranjera resulta incluso apetecible en esas condiciones. Saber de dónde se viene. No importa tanto donde se va. Ni es un drama abandonar el árbol cuando se tienen raíces que calman la sed en el manantial primero.

De nuevo en Santiago, Santiago de mis amores, basta una semana, qué digo una semana, apenas 24 para constatar que se pisa terreno volcánico. Que la tierra aquí no tiembla por temblar. Que el Sur no es solamente un Punto Cardinal sino un sentimiento. Abrupto a veces. Como lo es el Norte. Que la Cordillera, ola detenida de luna opaca, es además de imponente, amenazante. Que la diferencia entre los unos y los otros es cada vez más manifiesta. Que se nota mucho, que está omnipresente. Tanto, que resulta obsceno desear que llueva torrencialmente, con la falta que hace, y que el agua solucione el problema de la sequía, porque eso significará cuando llegue, una catástrofe para los de siempre. Evitable sin embargo.

Nunca se sabe si esta ciudad te quiere o te rechaza, si atrae o repele. La oigo rugir todo el día, por la noche ronca como un dragón cabreado y siento la necesidad urgente de escapar aunque sea a nado y no parar hasta llegar a Aberdeen. Por ejemplo.

Sospecho que entre Santiago y una servidora, bullen sentimientos encontrados entre lo esquivo y lo certero de lo vivido.

Pero siempre ha sido así, desde el principio. Después de logros varios y algún que otro sobresalto sin importancia, aparecen viejas y nuevas lealtades, verdaderas. Suponiendo que la verdad exista. Y aunque no fuera más que por eso, esta vez volver es una gozada.

También asoma donde más o menos se espera, lo antagónico, lo que sirve de antídoto, de aliciente para no tropezar cuatrocientas veces en la misma piedra.

Desde donde estoy veo torres inmensas de cristal donde se refleja el paisaje de la gran ciudad. El día es muy luminoso y hay brisa.

Hace unos minutos ha llamado un amigo anunciando el fallecimiento del padre de otro que me consta supo ser un gran hijo.

Ayer pasé por la calle Terranova esquina con Quebec. Para recordar los seis años que vivimos allá hace no tanto. Fuimos muy felices viviendo casi en la copa de los árboles. Sobre todos los 24 últimos meses. El nombre evocador de la calle a la que fuimos a parar por azar nos invitaba a soñar con el regreso a las nieves del Norte. Terranova se convirtió en un mantra protector.

Y sin remedio recordé un asunto descalabrado que se escribe solo.

Un día, saliendo del ensayo, tomamos mi novio y yo un taxi para volver a casa. Él, tuvo que quedarse a medio camino porque tenía que llegar a una cita de trabajo, concretamente a una entrevista. Seguí camino con los trajes de la obra, las máscaras y una preciosa guitarra de concierto. En un semáforo compré cerezas a un muchacho que las estaba vendiendo aprovechando la luz roja y mi taxista gentilmente dijo, - no se preocupe mi dama, yo pago ahora y luego cancelamos-. Cruzamos hasta Condell y a la altura de la Embajada de Francia el conductor paró el coche de repente al lado del portón alambrado y dijo – hasta aquí nomás llegamos-.

Pensé que se habría estropeado el motor, los frenos; algo, porque resultó intempestivo y extraño el frenazo en seco cuando faltaban menos de diez metros para que me dejara en la puerta de casa con todos los bártulos que no eran pocos. Previamente había guardado cuidadosamente en la mano izquierda un billete de cinco mil pesos para cancelar el recorrido al llegar al portal. La cartera como siempre la llevaba cruzada y oculta por un impermeable verde musgo.

Cuando me incliné en el asiento para pagarle, el tipo me agarró de repente de la muñeca con su mano derecha atrayéndome hacia delante, obligándome a una postura muy incómoda; en su mano izquierda brillaba una navaja cabritera a la vez que gritaba enfurecido - Bájate mierda. Bájate. Ya, te juiste, conch´e´ tu madre. Ándate mierda o te vas a arrepentir-.

Y yo hice exactamente eso. Dejé todo y me deslicé fuera del taxi como si no existiera la ley de la gravedad, como si el cuerpo me hubiese abandonado.

Eran las 12 del mediodía de un sábado claro y luminoso como hoy, frente a una Embajada prácticamente blindada.

Por la calle Condell, tan bonita y señorial siempre, seguían pasando coches y transeúntes. El taxi, o simulacro de, se dio a la fuga haciendo crujir las llantas contra el asfalto. Me quedé plantada en la acera. Un coche plateado se detuvo a mi lado y un hombre preguntó si me sentía bien o me pasaba algo. Seguramente estaba pálida como un espectro. Murmuré, creo que no me pasa nada, gracias de todos modos- .

Y me fui a casa con las manos vacías. El supuesto taxista se llevó máscaras, vestuario, la guitarra metida en su magnífico estuche. Era preciosa. La cartera seguía escondida debajo del impermeable abrochado hasta el cuello, por lo tanto invisible.

Después, sensaciones rarísimas e imprecisas de estar y no estar me hacían temblar. Todo lo que una se imagina que va a hacer llegado el momento, es mera ficción. Lo fue para mí. La realidad insuperable demuestra que somos enigmas frente a lo inesperado.

Presumo de buena memoria. Aquel día en Condell, se me borró todo. Solamente queda ya la vaga impresión de que el agresor era un hombre moreno de pelo muy corto muy negro algo rizado, en los cuarenta. Lo que es decir nada en Chile.

Otra vez en Montreal, tuve por fuerza mayor que reconstruir día por día diez años de la vida de una persona, con fechas precisas, atmósferas, hasta los detalles más insólitos, sin posibilidad de equivocación, bajo juramento. Únicamente a prueba de memoria. Y pasé.

En Santiago me invadió el olvido, el blanco total, o el negro profundo.

La única imagen que reverbera es la de una mano muy nervuda sujetando la mía. La voz y el tono perentorio, vejatorio, insoportable, los gritos, el descontrol verbal, lo brutal del insulto, la violencia de la navaja contra la piel delicada, casi sangrante, de la muñeca.

Luego vino la policía a nuestra casa y levantó acta del atraco con arma blanca. Después nada.

Seis años dan para mucho, yendo, viniendo y estando aquí. Hubo de todo, grandes logros, enormes satisfacciones. Chile me ha mimado. Será por eso que hay tanto vasco por estos sures del contigo ni sin ti. El pasado es inaprehensible y manipulable.

A vista de ave pasajera me parece muy difícil, punto menos que imposible captar el color espiritual de este país. Sus posiciones éticas. Un país que mirado desde fuera parece esconder algo inquietante, turbador y vertiginoso.

Como la belleza o como el abismo. Su alma.

*Begoña Zabala es actriz-escribiente