15 de mayo de 2008

Huele a peligro

Por Rodrigo Larraín*

No tenemos por qué creer que la encuesta sobre victimización realizada por el INE esté mal hecha; una larga y probada experiencia avalan los datos entregados por este instituto. Ellos muestran un sostenido descenso en el número de delitos pero, y simultáneamente, las personas conservan altos niveles de miedo a la delincuencia. Entonces, ¿por qué los chilenos declaramos que tenemos temor a ser víctimas de delitos? Tal vez la clave no esté en la delincuencia propiamente sino en una sensación generalizada de inseguridad en muchos ámbitos de la vida. Se han propuesto varias interpretaciones de los resultados y sus paradojas, pero quizás valga la pena insertar los datos en un contexto mayor.

Vivimos una sensación más que de crisis de decadencia, una sensación de temor a la vida misma, a la falta de ideales, a la inacción y a no saber bien en qué gastar la vida –como causa– y no ir viviendo para puro pensar cómo nos las arreglaremos para pagar las deudas, para consumir. Como en la República de Weimar, en la Alemania antes de Hitler.

Hemos pasado por épocas de desencanto. A comienzos del siglo XX el pesimismo se había apoderado de los intelectuales chilenos, y esa sensación la traspasaron a diversos sectores de la vida nacional, eran intelectuales que habían leído “La Decadencia de Occidente” de Oswald Spengler, aparecido en 1918 el primer tomo y en 1923 el segundo, y a otros negativistas menores ya olvidados. Diversos filósofos estaban en la tradición de Spengler, como Nietzsche o Schopenhauer. La gran crisis económica de 1929 pareció darles la razón, el pesimismo era más realista que el optimismo moderno y burgués. No quedaba tiempo sino sólo para el heroísmo, la guerra y el romanticismo destructivo. Si el burgués con su democracia no traía la felicidad, tal vez otro sistema lo haría, y aparecen las ideas totalitarias y pesimistas, en donde las élites, los hombres superiores, en lo posible blancos y descendientes de guerreros, nos darán grandeza. Se teme la democracia y desconfía de ella por mediocre y masiva, por ser carente de aristocracia y por ordinaria, únicamente los escogidos podrán salvarnos de ella. Y ya se sabe a dónde condujeron esas ideas en Alemania. La sensibilidad romántica con su pesimismo dará municiones intelectuales y respaldo moral a los enemigos de una democracia corrupta y deslegitimada, todo sea por evitar el colapso, el desorden y el caos de una forma de vida.

Eso pasa entre nosotros, a eso le tiene miedo el chileno medio, tal como en la República de Weimar. Los alemanes se quejaban del mundo en que les había tocado vivir, decían que era demasiado soez, degenerado, todos preocupados de las nacientes estrellas del cine y la radio, que la prensa informaba de puros crímenes, que la palabra empeñada no valía, que todos querían medrar y enriquecerse como fuera, etcétera, etcétera. Y que los dirigentes políticos de la República no veían lo que acontecía, que había muchas gentes indeseables y que la justicia no funcionaba. Sin duda que los crímenes han disminuido, pero el síntoma Weimar apareció entre nosotros, ojalá los dirigentes políticos chilenos esta vez sintonicen con el pueblo. El pesimismo sociocultural y psicológico –lleno de licencias médicas, automedicación, angustias, depresión y drogas– con su desazón cotidiana puede encausarse alegre e irresponsablemente en un proyecto de sentido retorcido y perverso y que, una vez más, clausure la democracia moderna.

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*Rodrigo Larraín es sociólogo, académico de la Universidad Central.