Por Cristina Moyano*
A fines de los años 80, en los inicios de nuestra transición, el historiador y premio Nacional de Historia, Gabriel Salazar, escribía un artículo titulado “Volverán a fracasar los aprendices?”, en cuyo fondo discursivo se encontraba una dura crítica a la forma pactada de salida a la dictadura, a los acuerdos políticos tomados entre miembros de una elite política anquilosada que se reproducía lentamente y que había ahogado todas las experiencias de ciudadanía emergidas desde el seno de la resistencia contra el gobierno de la dictadura.
El retorno de los viejos liderazgos políticos a la escena pública, 17 años después de caído el gobierno democrático de Salvador Allende, cerraba un ciclo histórico ahogando en un pacto político las expresiones sociales de ciudadanía en pos de mantener un orden deseado y armonía social. La semantización de una sociedad anómica caló tan hondo en la elite política que articuló la Concertación, que el pacto político de acuerdos entre el centro y un sector de la izquierda, selló una forma de transición que configuró una particular cultura política.
Esta cultura política de negociación, consenso, de temor al conflicto, de simbolización de un orden deseado negando el enfrentamiento y las oposiciones, de amnesia y autoflagelamientos, propia de la elite concertacionista, parecía comenzar a cambiar con las promesas que auguraban tras de sí el recambio político que representaba la actual Presidenta de la República y el renacimiento lento de nuevos movimientos sociales. La promesa de un gobierno ciudadano que sucumbió en el mismo momento de su enunciación, cobra nuevos bríos en el actual conflicto generado a raíz de la recién aprobada “idea de legislar” en torno a la Ley General de Educación, LGE.
La construcción de un nuevo marco que reglamentara la educación chilena, dejada en manos del mercado y, por ende, regulada sólo por el lucro, nació como una demanda estudiantil. Después de muchos años de movimientos estudiantiles universitarios desgastados en peticiones economicistas, los alumnos secundarios consiguieron poner en el tapete el problema de fondo de la educación chilena; esto es, la desigualdad y mala calidad de un sistema educativo que tiene como régimen de regulación el lucro económico. Tal como los teóricos de los movimientos sociales plantean, la estructura de oportunidades estaba dada por una coyuntura puntual. Un recién electo gobierno con discurso ciudadano que había generado muchas expectativas de transformación, junto a condiciones materiales paupérrimas que vivían los colegios municipalizados y subvencionados, fueron la tónica para que se desatara un debate que no ha logrado desaparecer en los últimos años de la escena pública.
Jóvenes en las calles organizándose de maneras nuevas, que combinadas con viejas prácticas hacían casi in entendibles las nuevas formas de autorregulación y representatividad. Con voceros, ajenos a la verticalidad del poder, los jóvenes estudiantes descolocaron a las autoridades y parecieron sumergirse en aquellos momentos de subsidencia para reaparecer con fuerza en la actualidad.
Consiguieron hacerse escuchar, pero los poderes fácticos tomaron el control y el consejo asesor presidencial convocado para este tema reinstaló nuevamente el debate y situó puntos importantes, pero no fundamentales. Excluidos los actores sociales y ciudadanos, los políticos retoman el control y la LGE, un curso tradicional. Otro aborto del gobierno ciudadano.
La promesa de una legislación especial para la educación pública queda en el aire, como promesa de última hora para zanjar un acuerdo político tomado entre la Concertación y la Derecha, que tiene escasa representatividad para todos los actores involucrados en el conflicto.
El llamado al orden que la Presidenta de la República hiciera a los presidentes de los partidos de la Concertación para que ordenaran sus filas, se transforma en un último intento por generar una sensación de gobernabilidad administrativa, habiéndose ganado una serie de conflictos y errores que hacen que este aparente triunfo tenga más sabor a fracaso.
Este llamado al orden retoma la vieja práctica política de alcanzar acuerdos sin considerar a los movimientos sociales, de preservar el orden y la negociación como valores supremos de la Nación, manteniendo una unidad que cada vez es más superficial y carente de contenido. ¿Qué ocurrirá con este compromiso presidencial en torno a la educación pública? ¿Quiénes serán los convocados a participar de esta iniciativa? Son preguntas cuyas respuestas leídas a la luz de una práctica política recurrente y establecida, son fáciles de prever.
El debate en torno a una educación pública de calidad ha quedado nuevamente sumergido en el metadiscurso de la libertad de enseñanza y la autonomía. ¿Qué define a la educación pública en un sistema educacional de mercado? Es una pregunta que algunos se han resuelto a responder y en las actuales condiciones de cancelación del debate, muy pocos los que serán escuchados para asir la bandera de defensa de la misma.
Es preocupante, sin embargo, que con el fin de mantener un acuerdo político realizado entre la Concertación y la Alianza, se haya cancelado el debate a través de la indicación de urgencia con la que se inscribió la idea de legislar. Que ante el temor a la crítica de escasez de autoridad y falta de gobernabilidad, la Concertación haya vuelto a cerrar la posibilidad de terminar con una herencia dictatorial que ha consagrado la desigualdad en nuestro país.
Educación de calidad para todos es una consigna que apela a restituir a la educación su carácter garantizador de una adecuada movilidad social. Sin embargo, la nueva LGE no es capaz de asegurar aquello, debilitando por ejemplo la profesión docente (Artículo III) y no discutiendo sobre el lucro que contiene el negocio educacional.
¿Volverán a fracasar los aprendices? se preguntaba Gabriel Salazar a comienzos de la transición. Ahora, disfrazados de técnicos y expertos, los políticos han ahogado el debate ciudadano para mantener el mismo orden deseado con el que se inició esa transición a la democracia. Los aprendices, al parecer, se convirtieron en maestros.
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*Cristina Moyano es académica del Departamento de Historia. Universidad de Santiago de Chile.