Por Vólker Gutiérrez*
En 1908 el país se preparaba (¡no lo sabremos hoy nosotros!) para celebrar el primer centenario de la Independencia. Las autoridades de la época no escatimaron la creación de comisiones especiales y la destinación de recursos por doquier, a fin de que tan magno acontecimiento dejara huella en la historia. Ad portas estábamos de inaugurar, entre otros, la estación Mapocho, el palacio de Bellas Artes. Entre tanto, un escritor ingresaba a la galería de los imperdibles al publicar una de las novelas clásicas de nuestra literatura: Casa Grande. Caro propósito, si es que lo tuvo, fue el que le costó a Luis Orrego Luco.
Nacido en 1866 en la capital, Orrego Luco estaba ligado por ascendencia y por vínculos sociales con las familias más ilustres del país. De hecho, estaba casado con María Vicuña Subercaseaux, hija del mismísimo prócer Benjamín Vicuña Mackenna. Y habiendo comenzado de joven su relación con la escritura, no es menor decir que participó de las tertulias literarias que el hijo del presidente Balmaceda -Pedro Balmaceda Toro- dirigió en La Moneda, junto al entonces también joven poeta nicaragüense Rubén Darío.
Decimos que no fue sencillo para nuestro escritor alcanzar el estatus que logró en las letras nacionales cuando publicó Casa Grande (incluso el crítico literario Emilio Vaisse, bajo el seudónimo de Omer Emeth, lo comparó al francés Maupassant). Y no nos referimos a su proceso de maduración literaria, sino al anatema que sufrió de parte de algunos de sus pares sociales. Claro, no tuvo que enfrentar querellas judiciales ni debió abandonar el país, como le ocurrió al periodista Francisco Martorell cuando hizo pública su “Impunidad diplomática” hace algunos pocos años. Pero Orrego debió salir a defender su obra y su persona de los ataques de que fue objeto. Más aún: la Iglesia Católica condenó la novela por considerar que su autor, ante la presencia de un conflicto matrimonial, auspiciaba el divorcio.
¿Cuál fue el escozor que provocó Casa Grande, en 1908, entre la familia aristocrática del país? Principalmente dos cosas no menores.
Por un lado, está la historia de un matrimonio santiaguino de alta alcurnia, que acaba con el femicidio de la esposa. En la obra, Orrego Luco refiere una inyección de digitalina que Ángel Heredia, el marido, colocó en vez de la morfina que le solicitó su enferma mujer, Gabriela Sandoval. Con la muerte de la protagonista también culminan los constantes desarreglos de Heredia: infidelidades, fastuosos viajes a Europa, fallidas especulaciones bursátiles que mermaron el caudal familiar.
Si la trama de las novela hubiese nacido sólo de la imaginación del autor, de seguro que ningún escándalo habría rodeado a su publicación. No fue así. Rápidamente se pudo reconocer que los personajes de Sandoval y Heredia correspondían a los verdaderos Teresa Zañartu Vicuña y Eduardo Undurraga García-Huidobro. Ambos contrajeron matrimonio en 1898, pero los cuadros demenciales del marido llevaron a un rápido quiebre y un posterior divorcio.
Una vez regresado Undurraga de una de sus tantas estadías en Europa, en el invierno de 1905, le solicitó a su ex esposa permiso para ver a la hija común, lo que le fue negado con el pretexto de que la niña se encontraba enferma. La noche del sábado primero de julio, al encontrar a Teresa Zañartu en la función de Poliuto en el Teatro Municipal, Undurraga se encolerizó y, tras el segundo acto de la ópera, partió a buscar un revolver con el que le disparó en la cabeza a la mujer, en el pórtico mismo del teatro, al final de la velada. Muerte instantánea. Muerte real.
Que en el seno de la aristocracia se produjera un femicidio ya era mucho. Imagínense lo que a ese sector social le provocó el que tres años después, uno de los suyos, casado con una prima hermana de la víctima, les restregara el hecho a través de una novela.
Por otra parte además, junto con hacer patente que los ricos también tienen dementes y que pueden cometer crímenes dignos de la mejor de las páginas rojas, Orrego Luco hizo en Casa Grande una pormenorizada descripción del modo de vida de la aristocracia de la bella época, de la ostentación y el derroche con que la clase dirigente vivía los años dorados del salitre y de los albores del primer centenario de la República. Y esto fue, seguramente, algo más complicado para la elite criolla, por cuanto no se trataba de desnudar las falencias de una que otra persona, sino de hacer patente las miserias de toda una clase.
A propósito del desprecio recibido por Luis Orrego Luco y su Casa Grande, el ensayista Domingo Melfi apuntó que “Presentar los vicios y debilidades de una sociedad que en la superficie aparecía bañada en el suave brillo del esplendor (…) constituía un delito que no podía quedar sin sanción inmediata”.
Y así fue. Al tiempo de publicarse la novela, una de las personas aludidas en clave, escribió los siguientes versos para su autor, rescatados por el crítico literario Fidel Araneda:
“Luis Orrego Luco,
Hombre ocioso y vago
Que ejecuta diarios por casualidad
No es literato, ni un escritor
Es un pobre hombre sin ningún valor
Si quieres saber cuánto es
Tres chauchas y un diez,
Tres chauchas y un diez”.
Era el desquite de quienes, por verse ridiculizados en la novela, reaccionaron con más que molestia. Son los representantes de un sector social que se percibía a sí mismo como congénitamente dotado de cualidades bondadosas, tal como se desprende de las palabras que usó Benjamín Vicuña Subercaseaux, en El Mercurio del lunes 3 de julio de 1905, para denotar las características espirituales de la víctima del femicidio, su prima hermana: “No apuntamos por una vanidad social estas aristocráticas procedencias: las apuntamos porque ellas son una declaración de nobleza moral, algo que, en parte, puede hacer comprender la inagotable fuente de virtudes que era el alma de Teresa Zañartu Vicuña”.
La novela de Orrego Luco, más allá del estilo “no pocas veces cursi” con que le señala Fidel Araneda, tiene el mérito de hacer, desde adentro, la radiografía de una aristocracia que a principios del siglo pasado había dejado atrás un modo de vida más recatado y austero, cambiándolo por un estilo en el que la ostentación y el lujo se transformaron en un sello de identidad y pertenencia. Es cosa de mirar hoy las suntuosas viviendas de la época que quedan como testigos, por ejemplo, en los barrios Dieciocho y República de la capital. O es cuestión de leer Casa Grande.
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*Vólker Gutiérrez A. es Presidente de Cultura Mapocho